Por Mauro Cabral

Una de mis escenas más temidas empieza así: tuve un accidente o estoy muy enfermo. Como sea, despierto en un hospital. Me rodean cables, tubos, gente de guardapolvo blanco. Me preguntan si sé dónde estoy. Me preguntan si sé por qué estoy ahí. Me preguntan qué día es ése. Me preguntan cómo me llamo. Mauro, digo yo, y alguien anota, en mi historia clínica, que además de accidentado estoy loco. Soy trans, agrego, creyendo que esa aclaración le cerrará el paso a la locura. No hay caso. En ese hospital, en esa ciudad o en ese mundo en el que vine a despertar ser trans es estar loco —y yo no lo supe o no logré recordarlo a tiempo.
Otra escena me persigue, menos aterradora pero más probable. Quiero o necesito que mi documento diga que mi nombre es Mauro y mi sexo es hombre. Busco todas las maneras legales para obtener un documento semejante y todas incluyen la misma exigencia paradójica. Necesito una pericia psiquiátrica que afirme que de acuerdo al Manual Diagnóstico y Estadístico de Enfermedades Mentales (DSMIV) sufro de un trastorno de la identidad de género y que, al mismo tiempo, no estoy loco. Preciso cambiar mi nombre y mi sexo, e incluso tal vez mi cuerpo, porque sufro diagnosticadamente de una masculinidad trastornada. Eso sí: no sufro ningún otro trastorno.
El 17 de octubre de este año y en muchas ciudades del mundo se repitió la misma certeza. La patologización de la transexualidad debe terminar. La locura tiene límite, la certeza tiene año: 2012.
He visitado tantas veces la sala de aquel hospital tan temido que en algún momento inesperado la pesadilla se transformó en sueño. Me llamo Mauro, y soy un hombre, y estoy loco. A mi alrededor hay otr*s como yo.
* * *
La codificación de nuestras vidas en términos de diagnóstico tiene consecuencias que se padecen dentro y fuera de nuestra comunidad. La brutalidad del orden psiquiátrico no sólo nos produce como sujetos expropiados de la posibilidad de encarnar modos de la existencia que desafíen la diferencia sexual hegemónica; también se proyecta socialmente como una advertencia que la profundidad del estigma convierte, más bien, en amenaza. Cuidado. Mucho cuidado. El desafío puede transformarse aun desde la infancia en diagnóstico, en sesiones, en neuroquímicos, en vigilancia, en electroshock, en encierro. En locura. Al patologizarnos se nos expropia nuestra voz porque, ¿quién ha de creernos, diagnosticados, cuando denunciamos que la ciencia viene a justificar la violencia, esa que sufrimos atrapados, precisamente, en sus redes?
De aquí al 2012 la quinta revisión del DSM nos encontrará despiert*s.
* * *
Adhiero a la campaña internacional en favor de la despatologización de la transexualidad, por supuesto. Y con embargo. Mientras escribo no puedo evitar reconocer que para much*s transexuales el recurso a la psiquiatría es sólo eso: un recurso. Un instrumento. Un momento desagradable entre otros, cuya gravedad no se comparara con los efectos recurrentes de la falta de reconocimiento. Una broma, siniestra, pero broma al fin. Una mentira. La posibilidad de burlar a la psiquiatría y sus códigos. Un cuento. Quizás debiéramos recordar, justo ahora, que totalizar los efectos destructivos del diagnóstico nos convierte, inevitablemente, en sus víctimas. Sin salida. Y aun quienes fuimos sometidos al horror de su imperio debemos reconocer que el cierre nunca es total. Si podemos resistirnos hoy es porque un día algo pudimos.
También es cierto que muchos otr*s transexuales se reconocen en esa misma patología con la tranquilidad de quien sabe, por fin, de qué está enfermo. ¿Cómo coexiste nuestro propósito de desmantelar el sistema de control psiquiátrico que nos domina con la experiencia de todos aquellos para quienes el diagnóstico psiquiátrico no sólo tiene sentido, sino que hace sentido? De algún modo u otro debemos lidiar con el riesgo de recolonizar, en nombre de la lucha, las posibilidades, límites y decisiones de los demás. En esa lidia se juega la ética de nuestra libertad.
Cualquiera sea el significado de lo patológico en nuestras vidas es preciso reconocer que cuando se trata del acceso a hormonas y cirugías las opciones han sido siempre tan escasas como dos —y su misma posibilidad ha sido y es aún más escasa. O bien tenemos el dinero suficiente para pagarlas por nuestra cuenta o bien acudimos al Estado —o a nuestra obra social— para que las pague, diagnóstico diferencial mediante. Una vez que logramos librarnos de la diferencia diagnóstica, la escasez de opciones se mantiene. La primera nos sitúa en un mundo más bien deshabitado, ese en el que viven quienes cuentan con los medios económicos para prescindir del recurso al diagnóstico y acceder a hormonas y cirugías, justamente, por su cuenta. La segunda opción nos obliga a lidiar con una realidad feroz: ¿Qué sistema de salud público en Latinoamérica estaría dispuesto a pagar tratamientos hormonales y quirúrgicos cuya justificación no fuera estrictamente patológica? No podemos permitir, sin dudas, que estas coacciones materiales se impongan sobre la necesidad de la lucha; pero tampoco hay dudas de que el triunfo, para ser algo más que una proclama, tendrá que encarnarse de verdad en las posibilidades materiales de nuestra gente. Ahora, más que nunca, es necesario construir solidaridades comunitarias y políticas. Debemos evitar, como sea, el peligro de conjugar el derecho a encarnar nuestros cuerpos a través de medios biotecnológicos en los términos del liberalismo salvaje —tiene derechos sólo quien puede pagarlos.
El penúltimo embargo de esta serie es un llamado a redoblar la apuesta. Es imprescindible detener la patologización psiquiátrica de la transexualidad sin olvidar que el futuro ya llegó. En los saberes que tejen sin pausa la genética, la medicina molecular y las neurociencias, los trastornos se disuelven en una miríada de códigos, los mismos códigos en los que tarde o temprano cualquier presente transexual estará en riesgo de disolverse. La psiquiatría vetusta que conocemos está reinventándose —y, por eso mismo, nosotr*s también tendremos que reinventarnos.
* * *
He visitado tantas veces la sala de aquel hospital tan temido que en algún momento inesperado la pesadilla se transform en sueño. Me llamo Mauro, y soy un hombre, y estoy loco. A mi alrededor hay otr*s como yo, y su discordancia es, como en mi caso, prueba evidente de su locura. Y también hay loc*s. Otr*s loc*s. Están loc*s. Han sido encerrad*s, adormecid*s o dormid*s, sujetad*s. Han sido aislad*s. Han sido olvidad*s. Algun*s dicen que quieren cambiar de sexo, pero nadie l*s escucha. Peor, nadie les cree: están loc*s. En su compañía me afirmo, por supuesto, en mi orgullo de cuerdo. Yo no estoy ni soy así. Yo no soy eso. Me miro al espejo y el orgullo de mi cordura me mira a los ojos. Resplandece.
Me despierto en la evidencia. Algo ha pasado a lo largo de los últimos años. Aunque transexual, me he convertido en uno de es*s que día y noche concuerdan consigo mism*s. Uno de es*s que sabe, a ciencia cierta, por dónde pasa a cada momento la línea que lo distingue de l*s loc*s. Uno de es*s que afirma su cordura a rajatabla. Al precio que sea —aunque se trate de arrancarse del cuerpo y de la lengua el último atisbo de locura. Yo, que me enfrento todos los días a la racionalidad que me impone la norma psiquiátrica he terminado por creerme la encarnación de la Razón y de la Ley. Yo, que me creía felizmente un impuro he terminado por convertirme en un adalid convencido de la pureza.
Esa, mis amig*s, es la locura. Y también es mi desvelo.