“Toda la piel de América en mi piel”

Por Pedro Lemebel

Y allí, con el alcohol a mil revolviéndome la cabeza, se me olvidaron todas las preguntas, y sólo atiné a decir: ¿Y qué te ha dado por cantar canciones de cabros chicos, niña?

Ahora que se apagó el latido de su voz, rescato estos apuntes para evocar la primera vez que la conocí a comienzos de los ochenta. Entonces, yo era un mochilero buscavidas que cruzaba la cordillera para respirar un poco de la recién resucitada democracia en el vecino país. Por acá apestaba la represión, y por allá se podía ver y escuchar a Milanés, a Serrat y a Mercedes Sosa, que eran músicas sospechosas para la jauría milica del Chile de entonces. A ella, sola­mente la escuchábamos en peñas y en carreteados cassetes que se guardaban como joyas junto a los afiches y panfletos libertarios.

Por eso, al enterarme que Mercedes había regresado de su exilio, me propuse conocerla, y partí a Buenos Aires subiendo al bus hasta Mendoza, para luego tomar el tren nocturno que cruza la inmensa pampa. Con tan mala pata, que había un descarrilamiento del día anterior, que me obligó a bajarme y alojar en un pueblito polvoriento de la estepa argentina. Y sólo a la mañana siguiente pude tomar otro bus, que me retrasó un día más. Y cuando por fin arribé a la capital porteña, cargado como muía con mi mochila, el concierto ya había pasado, y la querida Mercedes iba camino a Mar del Plata donde sería su próxima presentación. Ni siquiera me quedé allí esa noche, y en la misma terminal de Retiro, agarré al vuelo un bus a Mar del Plata para llegar a tiempo al recital. Mar del Plata de aquel tiempo era como Viña del Mar, medio sofisticada y pije, pero en grande, por eso los mochileros latinos eran vistos como rateros sospechosos. Cuando llegué al teatro traspirado y, los porteros me miraron la facha hipona exclamando que no podía ingresar al concierto con esa enorme mochila.

—Así que, ché, córrete de aquí. Vamos andando para otro lado.

Después de tanto incidente, quería llorar, y con decepción, me senté en la mochila a la salida del lugar. Por fortuna, un músi­co de la cantante había sido testigo de la escena con los guardias, y se acercó ofreciéndome guardar la mochila en el camarín.

—Y cuando venga a buscar la mochila, ¿podré salu­dar a Mercedes? —me atreví a preguntarle.

—Yo creo que sí, sobre todo si vienes de Chile y te ha costado tanto llegar, hermano —me contestó el amable guitarrista. Entonces, feliz saqué mi entrada y me instalé en un buen lugar de la platea.

La sencillez del espectáculo conmovía, solamente dos guitarras, algo de percusión y el metal incompa­rable de su voz lo llenaba todo. Su voz lo perfumaba todo, como si aquella respiración cantora fuese un escalofrío vertebral que, a ratos, en un susurro, recor­ría la historia latinoamericana del desgarro. A ratos era la rabia, que entonaba zambera desenterrando raíces de injusticia. La sala repleta respiraba el silenció ritual donde se podía escuchar hasta el ahogo afinado de nuestra Mercedes. Y al llegar a la última estrofa, me lo aplaudí todo, y me lo lloré todo, y me lo canté todo, eternamente agradecido de aquella amable acogida.

Al terminar el recital que en dos horas había estruja­do el corazón del público que no la dejaba irse, me dirigí a los camarines a recoger mi mochila. Y allí me recibió ella en persona con una ternura infinita, tan grande, como un mundo de cariño que me hizo tambalear ante su imponente y cálida presencia.

—(¿Vienes de Chile? —me preguntó con los ojos empañados.

—Y no te canté la canción dedicada a Víctor. “No puede borrarse el canto, con sangre del buen cantor” —murmuró abrazándome, mientras un grueso lagrimón le vidriaba la mejilla.

—¿Y ahora, dónde vas? —me preguntó, maternal, mirando mi mochila.

—Por acá cerca, a un hospedaje en el centro —le dije con timidez.

—Nosotros te llevamos —agregó con acento

tucumano. Y me subí al auto ante la mirada de los guardias que tuvieron que cargar mi equipaje a pedi­do de Mercedes.

Desde aquel ayer pasaron un tropel de años, cam­biaron un poco las cosas. Hasta que a mediados de los noventa, estando en la ciudad de Concepción, presentando un libro, me entero que Mercedes Sosa andaba por allá, y ese mismo día tendría un encuen­tro solamente con mujeres en el hotel donde yo me alojaba. De alguna manera me colaría en la sala, mientras tanto me fui al bar y pedí un whisky mien­tras se hacia la hora. Del primer whisky conversando y cantando las canciones latinoamericanas, pasaron los whiskys seguidos, uno tras otro, hasta que me fue difícil ponerme de pie cuando el mozo me avisó que la reunión ya había comenzado. Todo me daba vueltas cuando entré a la sala copada de mujeres de izquierda que me miraron extrañadas, y yo les devolví el gesto con una ebria mirada maricoza. En tanto, Mercedes contestaba una a una las preguntas de las numerosas invitadas. Casi al finalizar la reunión, le pidieron que cantara y ella, sin hacerse de rogar, interpretó un tema de Fito Páez. Entonces, después de los aplausos, pedí la palabra entre el alboroto del público diciendo que yo no podía estar allí, que esa reunión era sólo de mujeres. Pero Mercedes, suavemente las hizo callar esperando mi pregunta. Y allí, con el alcohol a mil revolviéndome la cabeza, se me olvidaron todas las preguntas, y sólo atiné a decir: “¿Y qué te ha dado por cantar can­ciones de cabros chicos, niña?” A la distancia, vi a Mercedes sonreír, y ni siquiera alcanzó a contes­tarme, cuando su hijo y un guardia me invitaron a salir del lugar, alegando con razón que yo había sido un mal educado.

Esas fueron las dos veces que estuve cerca de la novia de América, la marca llagada en la voz memo­rial del continente. La poética del canto político que nos dejó un verso trunco a medio concluir, una can­ción a medio trino en el pentagrama indio de su inolvidable mochila de pájaros.