Por Alma Catira Sanchez
La irreverencia trash hot de las chicas de Constitución durante una recorrida que se convierte en un mitin político donde las autoconvadas se ponen a discutir si ir a votar o no a las mesas de hombres ante el tatuaje bonardo de De Narvaez.
Votar. ¿Deber cívico o escarnio público para las personas transexuales? ¿Obligación republicana o momento anecdótico y picaresco en las mesas masculinas ante el sufragio de una travesti?
Salimos de un nuevo acto eleccionario. La imponente parafernalia de propuestas políticas en las calles y en los medios masivos de comunicación así nos lo hicieron saber. ¿Y para qué votamos? Votamos para renovar un tercio del Senado y la mitad de la Cámara de Diputados de la Nación, además de la renovación de las Legislaturas provinciales y concejos deliberantes. En nuestro país el voto es un derecho y una obligación. Aunque prima más el carácter de obligación y no la honda connotación que debería tener en nuestro ser y en nuestra esencia de ciudadanos de un Estado de derecho en el que somos, como consecuencia, protagonistas del acto de elegir a nuestros representantes.
Ahora bien, como ocurre con tantos eventos masivos y en este caso obligatorios existen diversos interrogantes entre las minorías que por ser tales no son ni serán nunca atentamente escuchadas. Tal es el caso de las personas transexuales que aún no han resuelto judicialmente su cambio de identidad y no tienen un documento que avale y confirme el género que sienten o que ponen de manifiesto con su apariencia física más o menos incontrastable y precisa.
Es así entonces como en cada nuevo comicio se renueva la angustia y el pesar de estas personas que deben transitar por una situación que muchas veces les es altamente traumática y les genera la decisión de faltar a dicho lugar.
Recorrí las calles de Constitución para saber qué piensan algunas de las chicas del barrio sobre la idea de las elecciones. A poco de caminar me di con una gigantografía de un señor con cara de simpático y con un curioso tatuaje en el cuello. Casi haciendo de partenaire de la imagen, parada en el cordón de la vereda me encontré con Romina. Remera lila y una abreviada falda de color negro, que imaginé como una vincha para el pelo, de esas anchas, como las que usan goleadores como el carilindo de Radamel Falcao de River Plate. Medias de red ajustadas y alzada exageradamente sobre dos zancos, sonreía sincera y frontal: “Soy paraguaya y por lo tanto no voto acá pero en mi país, cuando lo hice, siempre fui a la mesa de varones que me correspondía y vestida como me visto habitualmente, femenina pero no ‘zarpada’ como cuando ‘trabajo’.”
Seguí mi recorrido y advertí luego una silueta movediza como la de esos muñecos inflables de aire eterno, de los que suelen avisarle al transeúnte desprevenido dónde hay una gomería o una playa de estacionamiento. La movediza en este caso era Daicy y con su andar, elástico y monocorde, no buscaba puntualmente avisar de algún servicio neumático o de un estacionamiento pero al acercarme también respondió a mi inquietud: “Yo no voy a votar porque una vez me hicieron problemas en la mesa por estar con la cara pintada y pasé mucha vergüenza y por eso no quiero votar más”. Se acercó otra chica, Pamela: “No voy a votar —me dijo— porque quiero ir a las mesas femeninas y no de varones, así que directamente no voy”.
Seguí caminando y encontré luego a dos chicas más. Jessica me dijo: “Yo voy a votar a mi mesa vestida como siempre y nunca tuve problemas, algunos hombres me miran y me dicen cosas pero no son desubicados”. Al lado, para Carla la situación parecía distinta. “Yo voy a votar a cara lavada y vestida de jogging para no llamar la atención, algunos se dan cuenta por las tetas pero no me dicen nada”.
Con tales opiniones ya estaba realizado mi pequeño trabajo de campo en esta peculiar población femenina. Regresaba a mi casa cuando frente a mí se detuvo un BMW oscuro con vidrios polarizados y acaso como emulando a Cristina en su llegada a La Moncloa, descendió del coche una chica rubia con una diminuta campera color celeste, minifalda blanca y una largas botas negras hasta arriba de la rodilla. Las botas me hicieron recordar por un instante a esos retratos colgados en el hall de algunos clubes de caza y de pesca en los que dos señores a la par de un bote muestran, sonrientes y campeones, a un enorme pejerrey besando inerte a su verdugo a través del frío y agresivo anzuelo que lo sacó de su feliz anonimato. Era Yanina. Acaso la más alegre de todas las que vi. Destaco que la percibí alegre pues la alegría no parece atributo fácil para la mayoría de estas esfinges de adornada impudicia que continuamente ríen y gritan en las calles vendiendo sexo. Y es que la alegría, sospecho, acaso no va tan de la mano con la risa como a menudo se cree. La alegría, hasta he llegado a pensar, es un lujo que sólo algunos pocos pueden paladear y yo lo sé, pues hoy soy alegre y feliz pero eso es para otra historia. Volviendo a Yanina, ella me dijo: “Yo voy a votar a mi mesa y me visto como siempre, una sola vez me hicieron problemas pero un policía los obligó a que me dejaran votar porque les dijo que si yo tenía un DNI con eso bastaba para identificarme por más que estuviese pintada y con el pelo largo”.
También a través de una compañera conseguí oír los testimonios de algunas chicas de “El Gondolín” como Mahia, Cristina y Karina pero todas las opiniones eran semejantes a las antes descriptas. También había insatisfacción porque según sus pareceres, yendo a emitir el voto nada iba a cambiar en su incómodo y difícil entorno.
Como se ve, a la luz de los relatos recogidos, hay diferentes matices frente a la decisión final de concurrir o no a las urnas. Me sorprendió notablemente una chica que no me quiso dar su nombre y que contaba, con inmensa angustia, que siempre que había elecciones, el sábado previo a las mismas, se engripa. Aseveró que tal cosa era la consecuencia directa de una somatización incontrolable ante el estrés que le impone tal obligación.
En fin, pasó una elección más y los diarios del lunes publicaron una vez más las graciosas fotos del anciano con casi una centuria mostrando orgulloso su libreta cívica. O la pareja de lugareños que baja del cerro en un sulky para llegar a la escuelita empedrada en medio de la montaña y, por qué no, a esa “mujer” haciendo fila en una mesa masculina ante la mirada jocosa y picaresca de algunos señores.
Es color, es nota, es parte del folklore pero hay un detalle: esa persona transexual no eligió eso y está en esa fila a su pesar.
Fue un avance, en 1912, la Ley Sáenz Peña que consagraba el voto secreto y obligatorio pero ha pasado casi un siglo desde aquel momento y habría que, al menos, pensar en algunas reformulaciones en aras de una necesaria y urgente adaptación a la actual cultura y realidad social.