Tropas en el Gondolín

Por Bruno Viera

La Gendarmeria entró al hotel Gondolín detrás de la noticia de un supuesto secuestro. Detrás quedó un debate abierto: la idea de que esa mirada encubre alguna otra realidad.

Es la hora de los mandados. Un chongo motorizado pasa preguntando dónde puede pegar unos tiros. Zoe lo fleta con un “no”, tajante. Una mina pasa al toque.

—¿Dónde están lo chinos? —pregunta a las vecinas— ¿Sabe si tienen verdulería?

—Si —responden las chicas del Gondolín—. Siga por esa misma cuadra, cruce al frente.

Charlo con Zoe en una esquina de la calle Aráoz en Palermo. Ella vive en el Gondolin hace quince años. Estamos afuera, las chicas que viven en el hotel están muy sobresaltadas y prefieren que lxs extrañxs no entremos. Unos días atrás, Gendarmería Nacional hizo un allanamiento en el hotel a raíz de una denuncia en Salta por el supuesto secuestro de un menor que se había ido de la provincia con dos chicas travestis, mayors de edad, y faltaba desde hace unos meses.

Las crónicas en los diarios salteños hablaban en esos días de trata de personas, de redes de prostitución y narcotráfico. No figuraban nombres de responsables ni fuentes de información. El allanamiento fue mas tranquilo que otros, esta vez no les robaron sus ahorros ni celulares. Pero las marcas de la tensión se notan: Zoe parece crisparse cuando pasa una sirena. “Muchas menores vienen acá y ya están en situación de calle”, dice. “A veces empiezan antes de llegar a Buenos Aires, y como estamos en el mismo ambiente, saben que pueden venir. El Gondolín es muy famoso.”

En el año ‘98, las chicas del Gondolín se amotinaron porque el lugar era un desastre y el dueño del edificio las explotaba. Ahora ellas se hacen cargo del lugar y de todos los gastos. Funcionan como una cooperativa, “adentro son todas amigas”, dice Zoe. Los gastos se dividen entre las que están viviendo ahí cada vez que llega una factura. Zoe cuenta la historia del Gondolín cruzando los relatos personales con las historias de las chicas que pasan y pasaron.

Un chabón pasa en bicicleta zigzagueando la calle y en un grito desairado avisa: “¡Ahí vienen los de las motos! ¡Guarda que pasan tirando piedras!”

Muchas se van de sus casas porque no aceptan seguir siendo maltratadas. Otras son enviadas al Gondolín por sus familias, porque es demasiado estigma social tener una hija travesti. Llegan acá y muchas veces las madres sabe que están en situación de prostitución, y vienen a firmar el consentimiento para la operación de las menores. A veces, la familia también recibe el dinero que les mandan las chicas y no las ven durante años.

Así, chicas que quedan a la intemperie, se van de sus casas o son expulsadas llegan hasta el hotel. “No se hace cargo la familia —dice Zoe—, no se hace cargo el gobierno, no se hace cargo la justicia, y a ella no le queda otra que venir a tocarte la puerta porque sabe que hay un lugar, que hay un techo que le van, sin nada a cambio.” Y dice: “Vienen a tocarte la puerta y ves una nena. Una niña, y tenés que ponerte en ese lugar. Porque tampoco voy a cerrarle la puerta y a decir: ‘vos no te podes quedar acá porque sos menor, que se haga cargo tu familia, que se haga cargo el gobierno’”.

En el relato de las chicas trans suele aparecer la expulsión de la casa familiar; los chicos trans, en cambio, cuentan encierros. Las casas familiares se revelan como celdas en las que los padres pueden ejercer la tortura sistemática y el control que la heteronormatividad patriarcal les propone y habilita. Que el Estado y la justicia apañan y sostienen en silencio esa situación sobre los cuerpos de sus hijos parece cierto. Los chicos trans muchas veces no somos tan visibles como las chicas. Somos hostigados en las escuelas, vivimos prácticas de control sistemático y cotidiano en las casas de origen donde se oyen relatos de cómo controlan con quién salís, como te vestís, que no te fajes el pecho. El encierro y el miedo son las mayors herramientas de control sobre los jóvenes trans.

La familia como primera institución a través de la que se sostiene este sistema parece hacer abandon de persona en el momento en que se permite dejar sus responsabilidades de lado y priorizar sus miradas y sus deseos por sobre la salud y el bienestar de un/a individuo/a. Tanto el encierro como la expulsion de la casa ponen en riesgo la vida y la salud de un/una menor, que no está capacitado/a para hacerse cargo de su supervivencia, según la ley y la justicia.

El Estado también hace abandono de persona cuando permite esas acciones de la familia sabiendo que se vulneran los derechos de un/a futura ciudadana/ o. Cuando hace caso omiso a una parte de la población que es hostigada por su expresión de género y abandona la escolaridad, aun en niveles que la ley considera obligatorios. Cuando permite y sostiene que estemos expuestos a condiciones de violencia verbal, física y simbólica sistemáticas en hogares y escuelas, instituciones que el Estado regula. Cuando no nos considera a la hora de planificar sus políticas públicas porque dejamos de ser ciudadanos con quienes dialogar y construir. Se naturalizan las condiciones en las que vivimos, tomando como algo propio de la identidad travesti la prostitución o invisibilizando y silenciando la existencia y la violencia hacia los chicos trans.

La/os responsables de nuestros dolores y nuestro sufrimiento tienen cara, nombre y apellido legal y valido en nuestra sociedad. Tienen obligaciones en nuestras vidas, y tienen que reparar sus acciones. El Estado, la justicia y nuestras familias nos deben la reparación de años de abandono y de años de torturas. Nos deben años de escolaridad y de explotación emocional y laboral. Exigir reparación es dejar de ser víctimas.

Vivo cerca de la declarada zona roja de La Plata. Acá, como en todos lados, hay quienes se levantan como defensores de la moral para violentar y perseguir desde su impunidad privilegiada. Una de tantas noches estoy sentado en el cordón de la vereda con una amiga. Un chabón pasa en bicicleta zigzagueando la calle y en un grito desairado avisa: “¡Ahí vienen los de las motos! ¡Guarda que pasan tirando piedras!”. Se me achica el cuerpo, el miedo a la intemperie se escapa. Pasan como una parvada más de treinta luces rugientes de terror impune.

Al menos hay alguien que desde su lugar actúa, que avisa, que abre una puerta.