Editorial 7

Por Marlene Wayar

Nuevamente El Teje presenta su producción que crece y se afirma. Reiteradamente hemos puesto el acento en lo enriquecedora y reparadora que nos parece la alegría, y cuán estimulante que resultan los talleres en los que interactuamos quienes conformamos esta redacción. Lo cierto es que luego queda poco espacio para la lectura de lo agradable: urgidxs por la realidad que nos afecta, terminamos entretejiendo notas que son de tono severo, denunciadoras y de mucho dolor. Una de las firmas que me enorgullece tener en la revista siempre es la de Diana Sacayán, amiga, que desde su perfil activista nos ha traído crudas realidades de lo trans ante el odio. Lejos de los escenarios urbanos, en este número se corre de lo trágico y nos cuenta parte de su asombro en Yucatán, donde las Muxes zapotecas son pensadas y bien-sentidas por su pueblo, lo dicen y reflejan en acciones cotidianas que le permiten a Diana contar lo maravilloso, sin sentirse una traidora a la realidad.

Lo que nos convoca en este número es el Carnaval. Emma Serna nos trajo esa inquietud que terminó prendiendo entre nosotras con profundas resonancias; escuchar a Malva ha sido una delicia, lo mismo que a Vanesa, al punto que decidimos invitar a Coco Romero no como una voz que nos hable de nosotras mismas, sino de un espacio donde ganamos terreno: qué es lo que ese espacio ha tomado de nosotras y si hubo o no una valoración de eso, entendido como aporte travesti. Lohana Berkins, nuestra matriarca trava, nos habla con profunda emoción de la genealogía de “Los Caballeros de la Noche” en Salta, otra forma de entender el carnaval y la resistencia travesti en una sociedad tan conservadora como necesitada de puntos de fuga. Todas ellas aportan colores, brillo y risas sin dejar de lado la reflexión y la lucidez de entender que este es el revés de una misma moneda. Otra estrategia plebeya para resistir y transformar el curso de las cosas.

En la diversidad de manifestaciones y modos de sincretismo con que el carnaval se fue asentando en estas tierras colonizadas hay, no obstante, una línea común de nuestra intervención en ellos. Primero fue la presencia a través de los artilugios teatrales, y así correr la imagen jocosa y burlesca con la que los muchachos intentaban quizás atacar la masculinidad y darle glamour.

Introducen la vedette, el brillo, las lentejuelas y las plumas “para mostrarles / mostrarse a la sociedad fuera de lo perverso”, como dice uno de los textos, y poco a poco se instala y se habilita la participación, y allí se produce un nuevo giro. La tecnología llega con las siliconas que transforman el cuerpo travesti, que con su propia exuberancia de curvas deja de lado tanta artificialidad: el cuerpo es un centro de visibilidad que será adornado por fuera, con casquetes, espaldares y el brillo se expandirá al máximo sobre el cuerpo, que volverá a ocultarse con pezoneras y concheros. Esto sin embargo escandaliza y sorprende a la concurrencia, pero además hacia el interior de nuestra comunidad populariza una forma definida de identidad travesti: aparece ese cuerpo, se escucha el “yo quiero esa cara, esas tetas, esas caderas”. Nos sucedía a cada una de nosotras la primera vez que veíamos esos cuerpos soñados y a los que pensamos imposibles. Detrás de eso, la híper-visibilidad irá cambiando de acuerdo a los modelos de cuerpos impuestos socialmente, pero ya no serán una opción de la que se pueda entrar y salir como en esos primeros años, como en las noches de los carnavales. Ser travesti se vuelve una opción de vida inocultable tanto para la vida íntima como para las relaciones sociales, entre las que primarán la persecución del Estado en sus redadas de control social. El cuerpo travesti será entonces perseguido, pero a su vez, tabla de salvación para corromper a los agentes de esa persecución y se transformará en un elemento fuertemente transformador del deseo de los hombres: ya no seremos una amenaza a su masculinidad ubicándolos en un posible lugar homo, sino que la similitud con el cuerpo femenino los resguarda y nos ubica definitivamente en la prostitución, donde cambian los roles, ya no nos exigen rédito por favores sexuales, sino que comienzan a pagar por nuestros servicios. Esta novedad nos aglutina dándonos también un fuerte sentido de pertenencia comunitaria, una escuela prostitutiva, y transformando poco a poco aquel espacio de resistencia —como el del carnaval— en una acción de lucha por la propia dignidad a través de la organización.

Alma nos trae el evento pequeño en el pueblo chico donde todo cobra otra magnitud, pero el deseo travesti es capaz de transformar la realidad a partir siempre de la negociación posible con la masculinidad opresora que se ve habilitada por esta nueva corporeidad.

Fernando Rodríguez, compañero cordobés, en su historia de vida plantea la riqueza de tener acceso a identidades disponibles. Ese espacio que se puede entender como un límite que nos sujeta sólo a esas formas disponibles, si no sabemos oírnos a nosotrxs mismxs y poner en circulación nuestra propia identidad como disponible para otrxs, al menos para entenderlas como puntos de partida en la autoconstrucción. Porque este, al parecer, es un fenómeno que hemos motorizado y que promete no quedarse estancado en ningunx de nosotrxs.

Mauro nos interpela e invita a una contundente huelga, contundente como sólo él lo es. Que nos neguemos a ser hurgadxs por otrxs, que pidamos sus cámaras para registrarnos, que solicitemos sus subsidios para indagarnos, que desde el otro lado del lente de aumento con que nos investigan nos percatemos de lo pequeñitxs que se ven y comencemos a hacer anotaciones. En otra manera de acción netamente trava, espíritu-positivo.