Editorial 6

Por Marlene Wayar

Aquí llegó otro número de El Teje que, como todos, tiene sus particularidades. Estas particularidades vienen en gran medi­da de la contingencia que se nos impone y de la carencia de una memoria colectiva si se piensa que los dos actos básicos por los cuales una sociedad nos da existencia son: acta de nacimiento y defunción. En ninguno de estos registros se nos lee y se da cuen­ta de nuestra identidad.

En parte como estrategia de difusión, en parte por compromisos personales, vengo recorriendo el interior del país. Posadas, La Plata, Ushuaia, Santa Fe, Córdoba y el Gran Buenos Aires. Mi plus es tener otras devoluciones que me dan cierta noción del impacto de El Teje en nuestra propia comu­nidad más allá de los medios de comunicación, la academia y la sociedad en general.

En nuestra comunidad son diversas las miradas que se asombran, conmueven y entusiasman con este producto de traba­jo periodístico Trans. Por otro lado, son numerosas las denuncias puntuales sobre hechos aberrantes y las injusticias sufridas por trans que no son las únicas pero su urgencia las impone: La niñez intersexual intervenida quirúrgicamente en sus primeros años de vida por la ciencia médica sin consentimiento propio, conducida a un silencio sexual del que sólo le quedan cicatrices en la carne (de ello damos cuenta de pendiente y compromiso de abordarlo próximamente); la niñez travesti y/o institucionalizada y en ambos casos prostituida o abusada sexualmente; la vejez prematu­ra travesti en situación de emergencia económica-sanitaria-habi- tacional que las arroja a la indigencia; la extrema vulnerabilidad travesti frente a la institución de la salud, que comprende el VIH pero no se agota en él; los servicios penitenciarios federales y pro­vinciales donde la soberanía sobre el propio cuerpo y su sexuali­dad y la des-atención sanitaria frente a la TBS y el VIH/Sida son la punta de iceberg de un enmarañado sistema de vulneración de los derechos humanos. Y por último: el crimen de odio, flagelo social que pende sobre nosotrxs acechando omnipresente, de diversos modos, y alimentándose de los discursos conservadores con moralina, fundamentalismos religiosos y pseudo ciencia. Por tanto de todo esto surge en este número a modo de dossier un bloque sobre tres expresiones concretas del crimen de odio y si bien teníamos pensado continuar con personajes potentes y famo­sos en primera plana, tomamos la decisión esta vez de llevar a tapa este profundo dolor que asola a la comunidad trans, y que traba­jan tres firmas fuertes.

Bruno investiga en La Plata algo que no ha sido investi­gado por el Estado, y que la sociedad platense conoce: hay per­sonas que no pueden descansar en paz por el estruendo de moto­res y otras que son amedrentadas, hostigadas, robadas y golpea­das por ser travestis y encontrarse en situación de prostitución. Detrás de eso, hay un Estado, un Estado que suma visibilidad ante la sensación de inseguridad que supuestamente sentimos todxs como pandemia, pero que sin embargo ahí de modo evi­dente se lava las manos. Alguna otra claridad posible es que los criminales del odio están actuando con cierta organización y sis­temáticamente, y que evidencia que son otros cercanxs, un nosotrxs que nos hace cómplices en la acción y la inacción, pero que relata algo del orden de lo propio. No es algo foráneo sino algo inserto en nuestro querido colectivo.

Hastiada de la repetición, y con lucidez, Diana Sacayán aborda el crimen de Rubí entendiendo que la investi­gación no le alcanza como acción y como activista la deja en sensación de impotencia por el asesinato y su abordaje mediá­tico que es nulo o lo es sensacionalista y morboso, por la insen­sibilidad de funcionarios policiales que no comprenden qué hacer ante una persona herida y que esta es persona más allá de su moral privada y en tanto funcionarios públicos tienen responsabilidad civil por su mal accionar en no privilegiar la asistencia sanitaria, de modo previo a cualquier acto burocrá­tico y que estos últimos deben ser conducentes al esclareci­miento del hecho y la titularidad de la responsabilidad de ese hecho, no mera estadística. “Estas situaciones ocurren y es como si nada hubiera pasado, nadie nos escucha, nadie nos atiende, para nosotras no existe el Estado, el Estado se ausen­tó desde que decidimos ser travestis”, recorta Diana con su ili­mitada sensibilidad de las palabras.

Por último, Lohana Berkins, nuestra matriar- ca, levanta la mano, pide la voz por Andrea Pérez, muerta de forma brutal no ya por conciudadanxs, vecinxs, cercanxs o por ineficiencia / desidia policial, sino por quien tan cercano está que entre él y nosotras hay un “te amo” enmarañado con aque­llo otro social, inserto en cada quién, que dice putos, putas, perversas, viciosas, inservibles, perversas, maliciosas, pecado­ras, merecen morir para no ensuciarnos y se yerguen justicierxs escudados para no ver su odio, su impotencia, su necedad, para comprenderse con límites y comprendernos otras soberanas de nuestra mismidad, dignidad y libertad de ser.

Romper ese escudo es la tarea que nadie por LA razón que sea nos puede pedir, para someter nuestra existencia a for­mas empobrecedoras, condicionar la subsistencia, determinar nuestros espacios de circulación y permanencia, preconcebir­nos los deseos so pena de estamparnos el grito, la cachetada o el golpe mortal creyéndose impune. Debemos trabajar de manera diaria por construir otros saberes, el odio es odio, lo empuñe quien lo empuñe, el asesinato es repudiable y nada lo justifica que no sea la propia defensa, la responsabilidad es de todxs y el Estado debe velar por la prevención. Respecto del crimen de odio como fenómeno social emergen a lo largo de toda Latinoamérica trabajos que lo demuestran con claridad. Vienen de personas conocidas (familiares, parejas, vecinos/as), personas desconocidas, grupos de personas (bandas, organiza­ciones neo-nazis, organizaciones para-policiales, organizacio­nes religiosas) o instituciones estatales (policiales, carcelarias, médicas, militares).

Así, compañerxs, pese a los avances en materia legisla­tiva queda mucho por trabajar, saludamos la promulgación de la Ley de casamiento igualitario en Argentina y las tibias iniciati­vas por una Ley de Identidad de Género que esperamos sea el correlato de los sentires populares y no una imposición que nos conduzca a la in-visibilización menoscabante en categorías de hombre-mujer. Hay que organizarse en cada sitio, con nombres propios, sin dejarse colonizar por las voces hegemónicas y luchar por la palabra porque está visto que con la resistencia sólo es esperable tener reflejos para esquivar la muerte en sus muchos sentidos, manifestaciones y perpetradores/as.