La ley de identidad de género, a punto de ser debatida en el Congreso, contiene artículos discriminatorios. Mauro Cabral señala las buenas intenciones del proyecto, pero analiza sus límites.
La Argentina se prepara para debatir la posibilidad de tener algo que, hasta ahora, nunca tuvo: una ley de identidad de género. La necesidad de esa ley está inscripta en la experiencia cotidiana de todas aquellas personas que nos identificamos en un género distinto al que se nos dio al nacer nos llamemos travestis, transexuales, transgéneros, personas con el síndrome de Harry Benjamin, o cualquiera sea la denominación con la que podamos o queramos identificarnos personal y políticamente. El reconocimiento legal de nuestra identidad de género es una necesidad imperativa no sólo para asegurar nuestra supervivencia, sino también para hacer posible una vida que sea algo más, mucho más, que mera supervivencia.
El proyecto en discusión es, sin duda, un proyecto bienintencionado. Tanto su articulado como sus fundamentos denuncian decididamente las condiciones de vulnerabilidad extrema en las que vivimos y morimos, combinando el reconocimiento legal de nuestra identidad de género con medidas destinadas a reducir las oportunidades para la discriminación. Si este proyecto se aprobara, significaría que quienes nos identificamos en un género distinto al que se nos dio al nacer, podríamos modificar nuestros datos registra- les. Y podríamos hacerlo sin la necesidad explícita de una evaluación psiquiátrica que nos clasifique como miembros de una comunidad biográfica y diagnóstica específica, ni de peritajes forenses que certifiquen tanto nuestra pertenencia quirúrgica al género que declaramos como propio, como nuestra esterilidad.
Las buenas intenciones de este proyecto tropiezan, sin embargo, con algunos obstáculos serios.
¿Alguna mujer debe presentarse ante una Oficina semejante a fin de que le sea debidamente acreditada su femineidad?
En primer lugar, el proyecto parece no condicionar el reconocimiento legal de nuestra identidad de género a ningún requisito en particular. Sin embargo, en realidad sí lo condiciona. En su artículo 4° se establece que, para acceder a ese reconocimiento, deberemos presentarnos frente a una Oficina de Identidad de Género -la cual «coordinará un equipo interdisciplinario conformado por profesionales de la salud, el derecho, la psicología y la sociología, a los efectos de evaluar las solicitudes»
El proyecto podrá decirse y hasta creerse, de buena fe, antidiscriminatorio, pero continúa sometiéndonos a un trato abiertamente discriminatorio en el mismo momento en el que intenta asegurar nuestro derecho a la identidad. ¿Alguna mujer debe presentarse ante una Oficina semejante a fin de que le sea debidamente acreditada su femineidad? ¿Por qué debería yo -o cualquiera- someter su propia masculinidad al escrutinio de, supongamos, una abogada o un sociólogo? Ese sometimiento y ese escrutinio están muy lejos de ser disposiciones antidiscriminatorias sino que, por el contrario, son discriminatorias. Si bien las «organizaciones de la diversidad de género» tendrán un espacio de «consulta y participación» en el funcionamiento de esta Oficina, la lógica de distribución política sigue siendo la misma: serán hombres y mujeres quienes, en función de su doble adscripción (al género y a la profesión), tendrán como misión juzgar nuestras posibilidades de reconocimiento legal como hombres o mujeres.
En segundo lugar, el proyecto nada dice en relación al acceso a modificaciones quirúrgicas y hormonales del cuerpo sexuado. Tratándose de un proyecto sobre identidad de género fundado en la experiencia de nuestras comunidades, este silencio es muy llamativo. No se trata solamente de la idea de una identidad sin cuerpo, abstracta, desencarnada; se trata además de una concepción por completo extraña a esa misma experiencia comunitaria. Después de todo, la mayor parte de nosotros/as modificamos de alguna u otra manera nuestros cuerpos, a menudo corriendo riesgos tales como la aplicación de siliconas industriales y la práctica de cirugías, en situaciones por demás precarias. Este silencio empeora cuando se extiende a una tercera cuestión.
De acuerdo a su artículo 8°, el proyecto condiciona el reconocimiento de nuestra identidad de género a la constatación de una experiencia estable y a la persistencia de disonancia entre el sexo asignado al nacer y el sentido como propio. Pero nada dice acerca de cómo harán quienes se resignen a presentarse ante el «equipo interdisciplinario de profesionales» para probar esa experiencia, su estabilidad y su disonancia (aunque sí se dice que «la persona solicitante podrá aportar, a efectos de dicha constatación, todo medio de prueba fehaciente»).
Pero ¿qué pruebas podrán ser esas?. A menos que estemos ante la posibilidad de un cambio radical en el modo en el que somos evaluados/as como miembros/as potenciales del género femenino o masculino, lo más probable es que quienes aceptemos someternos a la vejación de ese comparecer terminemos siendo evaluados/as de acuerdo a nuestra capacidad para encarnar formas estereotipadas de masculini- dad y femineidad. Eso significa que, en la práctica, solo aquellas personas que ya hayan accedido a modificaciones corporales capaces de garantizar esa encarnadura del género femenino o masculino, pasarán la evaluación del «equipo interdisciplinario de profesionales»
Mientras que quienes encarnamos formas no hegemónicas del cuerpo, la sexualidad y la expresión de género, difícilmente podamos acceder al reconocimiento legal de nuestra identidad de género. La combinación de ambos silencios normativos -el de las condiciones de acceso a las intervenciones de modificación corporal y el de los criterios de evaluación del comité-, replica nuestra situación actual de indefensión: sólo quienes encarnan masculinidades y femineidades hegemónicas pasan, y el cómo de esa encarnación sigue siendo una aventura (o una desventura) individual.
El artículo 11° del proyecto establece que «al acta de nacimiento originaria anterior a la rectificación registral del sexo, sólo tendrán acceso quienes demuestren un interés legítimo» y esa vulnerabilidad irreducible constituye, a mi juicio, su cuarto obstáculo. Es inconcebible que páginas y páginas de retórica en clave de derechos personalísimos, incluidos la identidad y la mismidad misma del ser mismo, terminen fisuradas indefectiblemente por esa cláusula, la del «interés legítimo» que otros/as (¡¿quiénes son esos/as «quiénes»?!) pudieran tener en nuestro «origen». ¿Estaremos alguna vez a salvo del largo brazo de ese «interés legítimo», de las contingencias posibles de esa legitimidad?
Los fundamentos del proyecto combinan y procuran integrar los argumentos jurídico-normativos más heterogéneos, incluyendo la consabida formulación del derecho a la identidad como «el derecho a ser uno mismo y no otro» Ahora bien: ¿quién dijo que el «derecho a ser uno/a mismo y no otro» es traducible como el derecho a ser reconocido/a legalmente como un hombre o una mujer? Uno de los antecedentes en los que el proyecto se reconoce es el fallo de la Corte Suprema en relación a la personería jurídica de ALITT -una organización que reivindica al travestismo como una identidad en sí misma. ¿En qué sentido conceder a una travesti que se identifica como travesti el reconocimiento de su identidad como mujer implica respetar su derecho a ser ella misma y no otra? ¿O es que hombres y mujeres son las medidas esenciales y únicas de lo que el proyecto llama «la mismidad de cada ser humano, absolutamente equiparable a la libertad o la vida»?
El derecho a la identidad de género es considerado en este proyecto como un aspecto fundamental de nuestra ciudadanía y de nuestra humanidad. Sin embargo, se trata de un derecho cuyo reconocimiento esta condicionado. Estas condiciones transforman el respeto del derecho a la identidad más en un gesto benevolente que en el respeto, a secas, por una identidad reconocida como debe ser, sin condiciones. Por otra parte, al argumentar que el cambio registral es necesario para terminar con la discriminación, también se argumenta, implícitamente, que somos nosotr@s quienes debemos cambiar -y no la cultura que nos discrimina.
Una de las consecuencias más perniciosas de sobrevivir en condiciones de vulnerabilidad extrema es que hasta nuestros aliados/as encuentran aceptables para nosotros/as medidas que serían inaceptables para ellos/as, como para cualquier otra persona. Es por eso que ahora más que nunca es preciso ejercer la facultad de distinguir y valorar distinguiendo: que este proyecto sea, como nos dicen, posible, no lo transforma necesariamente en un buen proyecto, ni en un proyecto deseable; que este proyecto sea, como nos dicen, un primer paso, no significa necesariamente que sea un paso en la dirección a la que queremos dirigirnos.
Un proyecto que considere la identidad y la expresión de género desde perspectivas antidiscriminatorias debería hacer exactamente lo que dice: asegurarse de que ninguna persona sea discriminada de modo alguno por cómo se identifica y/o se expresa en términos de género, cualquiera sean sus datos regis- trales. Después de todo, y mal que les pese a quienes la administran, la palabra de la ley no nos dará mágicamente la posibilidad de pasar desapercibidos/as entre hombres y mujeres al nombrarnos, legalmente, como hombres o mujeres.